lunes, 24 de marzo de 2014

Lazarillo del siglo XXI


                                                                                       Sevilla, 6 de junio del 2014
                                                 A la atención del señor juez de la ciudad de Sevilla


Sepa usted, que yo, nunca fui tal y como soy ahora. Mi infancia hasta los seis años fue feliz ya que no tenía uso de razón y no sabía lo que verdaderamente pasaba en mi casa. A menudo venían hombres y mujeres y algunas personas más jóvenes, de unos 17 ó 18 años. Ellos daban dinero por unas bolsitas con polvitos blancos o por paquetes de cigarros. Estos se los daban a niños y niñas más jóvenes. Mis padres a veces traían objetos de valor como móviles, joyas o carteras. Inocente de mí, no sabía de qué se trataba, hasta que al cabo de los años comprendí que esas “bolsitas blancas” eran sustancias alucinógenas y que esas joyas, carteras y móviles eran robadas con la finalidad de poder comer y comprar algo de ropa. Cuando traían varios móviles nos daban uno a alguno de nosotros para aparentar el tener algo de dinero.
Todos los domingos íbamos a un descampado en el que montábamos unas mesas e intentábamos que la gente viniera y comprara las carcasas de los móviles limpiadas y pintadas para que quedasen irreconocibles.
De todos mis hermanos yo era el más moreno, tenía los ojos azules a diferencia de todos y el pelo oscuro, casi negro. Siempre solía llevar una camiseta blanca, que rápidamente se me ponía negra de la suciedad, pero me importaba poco y unos pantalones vaqueros con una raja en la rodilla derecha. Mis botines eran viejos pero siempre intentaba que estuvieran lo más limpios y cuidados posibles ya que eran mis únicos zapatos.
Cuando mi padre conseguía dinero, era muy amable y cariñoso pero cuando no lo conseguía era mejor esconderse o no hacer nada porque entonces llegaba con una botella de whisky a la que daba un par de sorbos y luego dejaba encima de la mesa. A continuación, se aproximaba ante mí o alguno de mis hermanos. A veces llegaba mi madre y se interponía para que no nos hiciese nada. Entonces se iba para ella y comenzaba un infierno para todos.
Al día siguiente, con el ojo morado y el labio inflamado y amoratado por los golpes, se levantaba, veía una rosa roja a los pies de la cama y comenzaba a llorar. Alrededor de cinco minutos más tarde, ella, bajaba con una radiante sonrisa. Algunos días veía como la observaba a través de la rendija de la puerta, me llamaba y me decía que lloraba de alegría ya que estaba cerca suya. Al principio me lo creía pero luego, supe que lloraba por otra cosa, me lo imaginé y no le pregunté. A veces, yo, la despertaba dándole un beso o llevándole el desayuno a la cama ya que sabía que estaba triste y eso la podría poner un poco más contenta.
Las peleas pasaron de ser ocasionalmente a ser casi diarias y a mi madre no le daba tiempo a recuperarse cuando mi padre le pegaba de nuevo y si lo intentábamos detener era aún peor con ella y con nosotros.
Una noche, ella, se encontraba enferma. Se había llevado todo el día en la cama. Solo bajó para ver si estábamos bien, ya que no estaba mi padre y no había nadie que nos cuidara. Justo en el momento en el que ella estaba abajo, llegó él. Vacilaba al andar, y decía cosas que carecían de sentido. Llamo a mi hermano dos años mayor que yo -¡Luis - dijo gritando. Mi hermano se acerco corriendo y le dijo - trae una botella de vodka. Se la trajo y la abrió con los dientes, entonces vio a mi madre y le gritó - ¡Todo esto es culpa tuya y de los niños! - ella le miro de forma extraña, como, preguntándose porque y entonces se fue para ella y le dijo – ¡ten valor de negarlo! – estaban tan juntos, cara a cara , cuando de repente, sin ella decir nada, le pego un bofetón. Ella derramo una lagrima, más que de dolor, de tristeza, entonces mi padre le dijo – créeme esto me duele más a mí que a ti – y comenzó a pegarle, entonces deje atrás mi temor hacia él y le grité - ¡Basta! – me miro, tiro mi madre al suelo y me dijo – cállate si no quieres que vaya a por ti mocoso - , estas palabras me dieron igual e intente pararlo, pero qué podía hacer un niño de ocho años contra él. Ella nos mando a la cama, pero los gritos se oían igualmente. De repente oí que la puerta se cerro de un portazo y baje corriendo, llame a gritos a mis hermanos y entre todos la subimos a la cama. Le pusimos una toalla mojada en la frente y la intentamos curarla como pudimos, ya que, no quería ir al hospital para que cuando el volviera y no se encontrase allí y dejarnos a solas con él. Nos dijo casi susurrando que nos quería y que éramos lo mejor de su vida y nos mandó a la cama. Obedecimos ya que no estaba para discutir.
A la mañana siguiente, me desperté y fui a darle un beso para despertarla y para ver si tenía fiebre. A sus pies, de nuevo, había otra rosa. Cuando mis labios tocaron su frente, estaba fría, más fría que el hielo. Comencé a llorar y a gritarle para ver si me oía, cuando, de repente llego mi hermano, vio aquella situación y me dijo que la dejase, que estaba muerta y ambos comenzamos a llorar. La tragedia y el dolor empezó a formar parte de mí. Tras un rato abrazándola y maldiciendo a mi padre, mi ira hacia el habló por mi y pensé que si lo volvía a ver lo mataría. Cogí un colgante de mi madre y me lo puse, acto seguido con la ropa que tenia y tan solo un euro me fui. Sabía que no duraría más de dos días en la calle pero me acordaba de él y mis temores a morirme desaparecían ya que prefería morir de hambre a morir entre sus brazos.

Pronto dejé mi infancia atrás y tuve que, de un salto, intentar comportarme como un adulto, ser más valiente e intentar sobrevivir por mí mismo. Comencé a tomar mis propias decisiones y a tener mucho cuidado con ellas ya que cualquier error me podría costar a vida. De repente dejé de darle tanta importancia a las cosas que creía que las tenían y dárselas a otras cosas más importantes y por último intentar mantener la calma en cualquier situación peligrosa.
No paraba de llorar por el dolor y me senté en una esquina. Pronto se hizo de noche y se acercó un hombre de aspecto extraño, con largas barbas que tenía una furgoneta la cual aparcó de cualquier manera al verme. Llevaba una camiseta que ponía rock and roll y tenia las mangas arrancadas, de tal manera que era de tirantas, unos pantalones anchos y rajados y unas botas militares. Se acercó a mí y amablemente me ofreció a subir al vehículo, le dije que no y entonces, bruscamente me enganchó del brazo. Intente huir pero fue en vano. Me puso una toalla maloliente en la cara y acto seguido me dormí.
Cuando abrí los ojos olía a tabaco y sonaban canciones de rock and roll. Habían varios niños en la furgoneta. Algunos seguían dormidos, otros lloraban y uno gritaba y pegaba porrazos para intentar que alguien le oyera y sacarnos de allí hasta que de un golpe seco la furgoneta paró, se bajo el conductor, que era el hombre que me había metido allí y le dijo- vuelve a hacerlo y te pego un tiro-. Lo que más me sorprendió fue la serenidad con la que lo pronunció, no estaba nervioso y supuse que estaba acostumbrado a hacer este tipo de cosas. Cuando cerró la puerta aproveché que no tenía la camiseta puesta y la puse en el pestillo de modo que no se cerró.
Entonces se puso en marcha y recorrimos grandes caminos cuando de repente se paró. Me asomé sigilosamente y vi que era un semáforo. Me bajé. Afortunadamente no había ningún coche detrás. Me escondí tras un árbol. Sabía, que echaría de menos aquellas canciones, que de algún modo hacían que me distrajera y no pensara en mi desgracia.
Al llegar a aquel desconocido lugar, las personas que estaban allí hablaban mi idioma pero de una peculiar manera, siseaban y acortaban las palabras. Hacía tanto calor allí, brillaba el sol apenas había nubes, las flores estaban en su plenitud; y eran todos tan sonrientes, que la alegría se contagiaba. Acostumbrado a no salir nunca de Madrid, y la primera vez que lo hacía era solo y en estas condiciones.

Paré a un hombre que pasaba cerca mía y le pregunte que donde estaba. Él,
sonriente, me dijo, chiquillo estas ante la ciudad más bonita que puedas ver, te encuentras en Sevilla. Al decirme esto quede sorprendido, cómo podía a ver ido a parar allí, me pregunté.
Ya no podía regresar a mi tierra, ni quería ya que estaba llena de malos recuerdos aunque no paraba de preguntarme como estarían mis hermanos.
Comencé a caminar hacia ningún lado, estaba hambriento y sediento cuando de repente hallé un parque que en medio suya se encontraba una gran fuente. Sin saber si seria potable o no comencé a beber. Las personas me miraban de forma extraña pero mi ansia hizo que me diera igual. Al cabo de un rato me empezó a doler el estómago, parecía que hubiese un infierno dentro de el, me encontraba tan mal, no sabía qué hacer. Vino un señor de unos sesenta años pero se conservaba en muy buen estado. Me pregunto si me encontraba bien, yo negué con la cabeza, entonces me preguntó mi nombre – Andrés- dije con la poca fuerza que tenía en la voz. Me subió a su espalda y acto seguido me desmallé. Al rato abrí los ojos, me encontraba en una casa. Él me preguntó donde estaban mis padres ya que podrían estar preocupados. Negué de nuevo con la cabeza. Entonces llegó un medico, lo supe ya que traía una larga bata blanca y me observó. Estuvieron hablando durante un rato, no quise prestar mucha atención pero oí como el doctor me ponía en lugar de su hijo y él, no lo negaba. Cuando se fue me pregunto qué me había pasado, intente mentirle pero era muy astuto y acabé diciéndole todo lo que había pasado. Me ofreció cobijo durante unos días. Hasta que un día, de repente, le empezó a doler el pecho. Acto seguido murió sin yo poder hacer nada para salvarle.
No sabía qué hacer, cuando entonces pensé que me podrían echar la culpa de su muerte, con lo cual cogí algunas monedas que guardaba y huí. A los 3 días se me acabó el dinero, entonces por la necesidad metía la mano en el bolso de algunas ancianas, que por olvido dejaban abierto, con cuidado sacaba las carteras que sobresalían de los bolsillos de algunas personas, me iba a mercadillos que ponían y en los puestos en los que había mucha gente cogía algo que luego intentaba vender o intentaba robar algo en las tiendas. Cuando robaba y se daban cuenta, salían corriendo a intentar cogerme pero siempre me escapaba. No sabía dónde dormir así que entraba en los portales que estaban abiertos y me ponía a dormir en algún rincón de allí y por la mañana, temprano me despertaba para huir ya que algunos vecinos se molestarían y podrían meterme en un lío.

De momento me iba bien hasta que di con un niño de mi misma edad, con el nombre de Marcos y estaba en las mismas condiciones que yo; abandonado,
mendigaba y robaba para sobrevivir y no sabía qué hacer. Nos hicimos amigos rápidamente, era bastante torpe, por lo cual siempre tenía que estar pendiente de él, hasta que un día, Marcos, de repente enfermó. Tenía fiebre alta y estaba mareado. Decidí que tenía que hacer algo, entonces, fui a una farmacia corriendo. Le pedí antibióticos y cuando fui a pagar, cogí la caja y me fui corriendo. El farmacéutico, era bastante joven y de pinta atlética, con lo cual me alcanzó rápidamente me enganchó del chaleco y me agarro. Acto seguido formó un coro de personas al rededor nuestra - ¡llamad a la policía!- grito él. En pocos minutos llegaron. El agente de policía fue a meterme en el coche y le supliqué que le diera la caja a Marcos que estaba en un banco a la entrada de Torreblanca. El agente la cogió y se metió en el coche sin decir nada.

 
Por estos motivos hice esto. Fue por pura necesidad, nunca por avaricia. Sé que tendré que tener castigo por lo que he hecho y he de entrar en la cárcel, pero tenga en cuenta los motivos.

                                                                    Un cordial saludo, Andrés Hernández.


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